Vivir es preciso

Hace dos años me mudé sola. Alquilé un departamento y con él infinitas responsabilidades de las que no sabía como hacerme cargo. Entendí finalmente tenía que afrontar mis miedos o convivir con ellos.

El primer día instalé un artefacto de luz; tomé los cables que colgaban del cielo raso y con papá del otro lado del teléfono coloqué la gloriosa araña, lucía hermosa. La segunda semana me animé a prender el horno a gas, ya que el horno eléctrico de mi casa nunca me había enseñado a cocinar de otra forma. El tercer mes ocupé los cuatro enchufes de la zapatilla sin miedo a incendiar todo y el cuarto mes ya surgieron inventos que constaban de enchufar adaptadores triples en los agujeros de la misma para disponer de más lugares para conectar mis cosas. El quinto y sexto mes me volví experta en reparar las luces de navidad que decoraban la entrada y que el gato no se cansaba de romper. 

El octavo pude prender la estufa. 

El noveno y el décimo fueron meses relajados. Ya no le tenía miedo a nada y el caloventor que recalentaba los enchufes estaba guardado en lo mas profundo del armario. La estufa eléctrica ya no representaba un peligro ya que la estufa a gas logró calefaccionar el ambiente y pude reemplazar el horno a gas por un pequeño horno eléctrico para las comidas individuales.  Al cabo de un año el hornito eléctrico ardió en llamas unos segundos. Y todo volvió a empezar. 

Volví a casa innumerables veces para comprobar que había apagado la planchita. No entraba a la ducha si había algo cocinándose en el horno. Mis zapatillas se habían reducido a un simple alargue y los veladores con dicroicas pasaron a ser unos deprimentes palos con bombitas bajo consumo. La estufa eléctrica prefería no usarla y la estufa a gas tampoco. No apagaba la planchita, la desenchufaba. Procuraba alejar los muebles de los enchufes y la tele al cabo de unas horas la apagaba, por las dudas. Mi cocina tiene magic-click, de otra manera no me hubiera atrevido a prenderla, y agradezco que el agua caliente provenga de un termotanque en vez de un calefón porque me encontrarían como Robinson Crusoe pero en el centro de la ciudad de La Plata.

Al cabo de un tiempo suficiente de paranoia, un lluvioso día de otoño donde la conductividad de las paredes parece estar latente por las goteras del cielo raso, me encuentro en la necesidad de cambiar ua bombita: -Mamá, ¿Estás segura que el disyuntor no falla?  A lo que respondió con tanta gracia que lo recordé para siempre: -Enri, las cosas no explotan.  
 

Comentarios

Anónimo dijo…
y hay que ir acustumbrandose de a poco y te vas a ir adaptando con el tiempo que seas muy feliz besos

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